¿Es la vida un sueño? Esta pregunta evoca a musicales de cine donde los actores saltan y bailan por la calle. Es una pregunta que jamás se haría alguien sin demasiado tiempo libre. Tampoco un chulo de «tuto» que se dedica a robar bocadillos en el recreo, adolescentes de andares chulescos que curiosamente nunca engordan; ¿venderán los bocadillos?
Pero esta pregunta sobre el sueño que parece tan cursilona e incluso ridícula está muy relacionada con el más duro de los problemas a los que se han enfrentado pensadores, científicos, filósofos y demás personas, distribuidas por el espacio geográfico y el tiempo histórico, que se han dedicado al saber. Esta pregunta está muy relacionada con las aparentes limitaciones intelectuales que nos hacen en ocasiones no saber discernir entre la realidad y la ficción, limitaciones que tampoco son suficientes para derrocar al asedio de nuestros sentidos.
Pero esta pregunta sobre el sueño que parece tan cursilona e incluso ridícula está muy relacionada con el más duro de los problemas a los que se han enfrentado pensadores, científicos, filósofos y demás personas, distribuidas por el espacio geográfico y el tiempo histórico, que se han dedicado al saber. Esta pregunta está muy relacionada con las aparentes limitaciones intelectuales que nos hacen en ocasiones no saber discernir entre la realidad y la ficción, limitaciones que tampoco son suficientes para derrocar al asedio de nuestros sentidos.
Tenemos por tanto, dos formas de la cuestión:
A su vez, todos sabemos como los sentidos pueden ofrecer percepciones falsas de la realidad. Todos nos hemos enfrentado alguna vez a un efecto óptico. También conocemos el fenómeno de la perspectiva: un objeto más grande y lejano reduce su tamaño. Los colores sufren una suerte similar: la luz puede propagarse a distintas frecuencias y el rango de frecuencias es muy amplio, pero solo un intervalo de frecuencias es el que el ojo humano puede ver. Las frecuencias menores de ese intervalo corresponde al color rojo, y las más altas al color violeta. Frecuencias intermedias se ven como colores intermedios, y así, los colores se ordenan en una linea recta, la misma que muestra el arcoiris. Es decir, ¡los colores no existen!, es una interpretación que hacemos de la luz que nos llega a los ojos: el color no está en la luz, está en el uso que hace la mente de ella. Pero, encima de que los colores ni siquiera existen, el ojo humano en vez de una recta vé un círculo cromático; ¡un círculo!. Vemos que la naturaleza de los colores que percibimos es distinta a la naturaleza de los colores que (no-)existen.
¿Por qué vemos un círculo cromático? En el ojo existen unas glándulas llamadas conos, que son de tres tipos. Unas están encargadas de recibir la luz que se interpreta como rojo, otras para el color verde, y otras para el azul. Como estás glándulas pueden excitarse a la vez según la luz recibida, se mezclan los colores que queramos. Así, esa línea cromática de la naturaleza es unida por nuestra mente desde sus extremos creando un círculo cromático.
Pero hay más «mentiras» de los sentidos. En diferentes estados psicológicos nuestros sentidos también cambian: cuando tenemos miedo, se nos afina el oido, escuchando sonidos que de otra forma «no existirían». Y si hemos consumido algo de alcohol, no sentimos los dolores de la misma forma, sentimos menos. Esto sucede porque el dolor se produce en el cerebro: en el lugar del cuerpo afectado, se generan neurotransmisores que llegan al cerebro. La cantidad de neurotransmisores transmitidos es proporcional a la violencia del contacto. Y a una mayor cantidad de neurotransmisores llegados al cerebro, mayor será la señal de peligro: mayor será el dolor sentido. Si consumimos alcohol, se inhibe la producción de neurotransmisores, es decir, hay menos neurotransmisores en acción y se siente menos dolor, aunque la violencia del contacto sea la misma.
Se podrían dar cientos de ejemplos de la «falsa realidad» de los sentidos. Y los filósofos, desde el siglo VI aC hasta el siglo XIX dC, conscientes de este problema, buscaban la naturaleza de la «verdadera realidad superior a los sentidos», a fin de describirla. A esta rama sobre la búsqueda de la verdad última se llama ontología. Cuando la ontología se busca alrededor del concepto de Dios, se llama teología. Sino, es metafísica.
Pero resulta que para nosotros es innacesible cualquier conocimiento fuera de lo que sea «sensible», o «sensible de ser sentido», es decir, fuera de la experiencia. En ontología solo podemos especular, y dada cualquier posible propuesta, siempre podemos cuestionar su legitimidad. Por ello Kant llegó a decir que la metafísica llevaba siglos dando vueltas sobre el mismo punto sin llegar a ninguna conclusión. Lo único que lograron es darse cuenta de la dificultad del problema, y la verdad es que se perdieron demasiados siglos valiosos para ello.
Y es que nuestro principal vicio y defecto es nuestra infinita capacidad de proponer nuevas dudas. ¿Y sí hay una realidad fuera de nuestra capacidades intelectuales?, ¿y si la realidad es un completo abstracto que interpretamos fatal?. Si proponemos culquier pregunta de ésta naturaleza «extra-física», nos damos cuenta de que no podemos ni negarla ni afirmarla. El ejemplo más paradigmático es Dios. ¿Dios existe? A no ser que él de muestras de revelación que todos podamos observar, no podemos afirmar ni desmentir su existencia.
Pero hay una solución relativamente sencilla a este problema, y los ateos ahora me entenderán muy bien: un argumento sencillo para decir que Dios no existe es el siguiente, «el hombre no es obra de Dios, es Dios quien es obra de él». Así, nos damos cuenta que el núcleo de la cuestión no son las dudas en sí, sino el hecho de haberlas planteado.
Debido a que el único concepto seguro e infalible es el de «fenómeno observable», es decir, una piedra que cae, un relámpago que clarea las nubes, o un charco de agua que hierve alrededor de un geiser, podemos conformarmos con afirmar que toda la realidad existente es la «fenoménica», y que cualquier otra cuestión «más allá de la física» no es más que un invento por culpa de nuestra infinita capacidad de hacernos preguntas. Y esta postura de dar por afirmativa a la realidad recibida por la experiencia sensible (y descrita usando el método científico) se llama positivismo, nombre que da título a esta entrada.
- ¿Es la realidad que vivimos una producción de nuestra mente?
- ¿Es la realidad totalmente distinta a como las recibimos por los sentidos?
A su vez, todos sabemos como los sentidos pueden ofrecer percepciones falsas de la realidad. Todos nos hemos enfrentado alguna vez a un efecto óptico. También conocemos el fenómeno de la perspectiva: un objeto más grande y lejano reduce su tamaño. Los colores sufren una suerte similar: la luz puede propagarse a distintas frecuencias y el rango de frecuencias es muy amplio, pero solo un intervalo de frecuencias es el que el ojo humano puede ver. Las frecuencias menores de ese intervalo corresponde al color rojo, y las más altas al color violeta. Frecuencias intermedias se ven como colores intermedios, y así, los colores se ordenan en una linea recta, la misma que muestra el arcoiris. Es decir, ¡los colores no existen!, es una interpretación que hacemos de la luz que nos llega a los ojos: el color no está en la luz, está en el uso que hace la mente de ella. Pero, encima de que los colores ni siquiera existen, el ojo humano en vez de una recta vé un círculo cromático; ¡un círculo!. Vemos que la naturaleza de los colores que percibimos es distinta a la naturaleza de los colores que (no-)existen.
¿Por qué vemos un círculo cromático? En el ojo existen unas glándulas llamadas conos, que son de tres tipos. Unas están encargadas de recibir la luz que se interpreta como rojo, otras para el color verde, y otras para el azul. Como estás glándulas pueden excitarse a la vez según la luz recibida, se mezclan los colores que queramos. Así, esa línea cromática de la naturaleza es unida por nuestra mente desde sus extremos creando un círculo cromático.
Pero hay más «mentiras» de los sentidos. En diferentes estados psicológicos nuestros sentidos también cambian: cuando tenemos miedo, se nos afina el oido, escuchando sonidos que de otra forma «no existirían». Y si hemos consumido algo de alcohol, no sentimos los dolores de la misma forma, sentimos menos. Esto sucede porque el dolor se produce en el cerebro: en el lugar del cuerpo afectado, se generan neurotransmisores que llegan al cerebro. La cantidad de neurotransmisores transmitidos es proporcional a la violencia del contacto. Y a una mayor cantidad de neurotransmisores llegados al cerebro, mayor será la señal de peligro: mayor será el dolor sentido. Si consumimos alcohol, se inhibe la producción de neurotransmisores, es decir, hay menos neurotransmisores en acción y se siente menos dolor, aunque la violencia del contacto sea la misma.
Se podrían dar cientos de ejemplos de la «falsa realidad» de los sentidos. Y los filósofos, desde el siglo VI aC hasta el siglo XIX dC, conscientes de este problema, buscaban la naturaleza de la «verdadera realidad superior a los sentidos», a fin de describirla. A esta rama sobre la búsqueda de la verdad última se llama ontología. Cuando la ontología se busca alrededor del concepto de Dios, se llama teología. Sino, es metafísica.
Pero resulta que para nosotros es innacesible cualquier conocimiento fuera de lo que sea «sensible», o «sensible de ser sentido», es decir, fuera de la experiencia. En ontología solo podemos especular, y dada cualquier posible propuesta, siempre podemos cuestionar su legitimidad. Por ello Kant llegó a decir que la metafísica llevaba siglos dando vueltas sobre el mismo punto sin llegar a ninguna conclusión. Lo único que lograron es darse cuenta de la dificultad del problema, y la verdad es que se perdieron demasiados siglos valiosos para ello.
Y es que nuestro principal vicio y defecto es nuestra infinita capacidad de proponer nuevas dudas. ¿Y sí hay una realidad fuera de nuestra capacidades intelectuales?, ¿y si la realidad es un completo abstracto que interpretamos fatal?. Si proponemos culquier pregunta de ésta naturaleza «extra-física», nos damos cuenta de que no podemos ni negarla ni afirmarla. El ejemplo más paradigmático es Dios. ¿Dios existe? A no ser que él de muestras de revelación que todos podamos observar, no podemos afirmar ni desmentir su existencia.
Pero hay una solución relativamente sencilla a este problema, y los ateos ahora me entenderán muy bien: un argumento sencillo para decir que Dios no existe es el siguiente, «el hombre no es obra de Dios, es Dios quien es obra de él». Así, nos damos cuenta que el núcleo de la cuestión no son las dudas en sí, sino el hecho de haberlas planteado.
Debido a que el único concepto seguro e infalible es el de «fenómeno observable», es decir, una piedra que cae, un relámpago que clarea las nubes, o un charco de agua que hierve alrededor de un geiser, podemos conformarmos con afirmar que toda la realidad existente es la «fenoménica», y que cualquier otra cuestión «más allá de la física» no es más que un invento por culpa de nuestra infinita capacidad de hacernos preguntas. Y esta postura de dar por afirmativa a la realidad recibida por la experiencia sensible (y descrita usando el método científico) se llama positivismo, nombre que da título a esta entrada.
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